Monumento a las Trece Rosas en el cementerio de La Almudena de Madrid. a

Monumento a las Trece Rosas en el cementerio de La Almudena de Madrid.


Las Trece Rosas es el nombre colectivo dado a un grupo de trece jóvenes, la mitad de ellas miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), fusiladas por la dictadura franquista en Madrid el 5 de agosto de 1939, cuatro meses después de finalizar la Guerra Civil Española.

Las edades de las víctimas fluctuaban entre los 18 y los 29 años. Las Trece Rosas fueron Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brisac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente. En realidad, las mujeres fusiladas fueron catorce, porque a las anteriores debe sumarse Antonia Torre Yela, fusilada el 19 de febrero de 1940.​ Entre ese primer grupo de ejecutados también fueron fusilados 50 hombres, donde se encontraba un joven de catorce años, sin embargo sus muertes no despertaron la misma repercusión que la de las mujeres.

Historia

Tras la ocupación de Madrid por el ejército franquista y el fin de la guerra, las Juventudes Socialistas Unificadas intentaron reorganizarse clandestinamente bajo la dirección de José Pena Brea, de 21 años. Los dirigentes del PCE y las JSU habían abandonado España, dejando la organización en manos de militantes poco significativos, los cuales esperaban pasar más desapercibidos. José Pena, secretario general del comité provincial de las JSU, fue detenido por una delación y obligado a dar, mediante torturas, todos los nombres que sabía y firmar una declaración preparada.

Roberto Conesa, policía infiltrado en la organización, colaboró también en la caída de la organización. Conesa fue posteriormente comisario de la Brigada Político-Social franquista y ocupó un cargo importante en la policía durante los primeros años de la democracia. La práctica totalidad de la organización clandestina cayó de este modo, sin apenas posibilidad de reorganización. La mayor parte de los detenidos aún no había tenido tiempo de integrarse en la organización clandestina o apenas acababan de hacerlo. A la captura de los militantes ayudó el que los ficheros de militantes del PCE y las JSU no habían podido ser destruidos, debido al golpe de Estado del coronel Casado, y fueron requisados por los militares franquistas al ocupar Madrid. Entre los detenidos se hallaban «Las Trece Rosas», que fueron detenidas y conducidas primero a instalaciones policiales, donde fueron torturadas, y después a la cárcel de mujeres de Ventas, construida para 450 personas en la que se hacinaban unas 4000.

El 27 de julio de 1939 tuvo lugar un atentado contra el coche donde viajaba el comandante Isaac Gabaldón, acompañado de su hija y el chófer, cuando circulaba por la carretera de Extremadura cerca de Talavera de la Reina. El comandante Gabaldón, que murió en el atentado, era un antiguo miembro de la «quinta columna» de Madrid y en aquel momento desempeñaba un cargo importante en el aparato represivo franquista, pues estaba encargado del «archivo de la masonería y el comunismo» que suministraba documentación a los fiscales militares en los consejos de guerra contra los partidarios de la República, de ahí que el régimen interpretara su muerte como «un desafío de un adversario al que creía totalmente aniquilado, y decidió castigar a los verdaderos o supuestos responsables de un modo ejemplar»
Aunque todo parecía indicar que había sido obra de algún grupo de antiguos soldados de la República, o de huidos —no era la primera vez que se producía un atentado contra un vehículo en marcha en los alrededores de Madrid—, el régimen lo atribuyó a una supuesta red comunista de grandes dimensiones. La hija de 16 años y el chófer también fueron asesinados en el atentado.

Un primer consejo de guerra sumarísimo se celebró el 4 de agosto en Madrid, donde fueron condenados a muerte 65 de los 67 acusados, todos ellos miembros de las JSU, siendo fusilados al día siguiente 63. El 7 de agosto fueron fusilados un número indeterminado de hombres condenados en otro juicio, y pocos días más tarde fueron condenadas 24 personas más —fueron fusiladas 21, salvándose tres jóvenes «porque el régimen había empezado a temer que el caso pudiera crear un eco desfavorable para la nueva España en el extranjero»—. Entre los primeros 63 ejecutados se encontraban trece mujeres jóvenes, que serían conocidas como «las Trece Rosas»​. Los fusilamientos de los 50 hombres, donde se encontraba un joven de catorce años, no despertaron sin embargo la misma repercusión que la de las mujeres. 

Según otras fuentes, el primer Consejo de Guerra se celebró el 3 de agosto (expediente 30.426) y en él fueron juzgados 57 miembros de las JSU, de los cuales 14 eran mujeres. Entre los acusados se encontraban los tres asesinos de Gabaldón, mientras que la mayoría del resto habían sido detenidos antes del atentado. En el juicio se dictaron 56 penas de muerte, librándose sólo una de las mujeres. Los acusados que no habían participado directamente en el atentado contra Gabaldón fueron acusados de reorganizar las JSU y el PCE para cometer actos delictivos contra el «orden social y jurídico de la nueva España», y condenados, por «adhesión a la rebelión»
La mayoría de las ejecuciones (incluyendo las de las Trece Rosas) tuvieron lugar en la madrugada del 5 de agosto de 1939, junto a la tapia del cementerio de la Almudena de Madrid, a 2 km de la prisión de Las Ventas. Al día siguiente fueron fusilados los autores materiales del atentado.

La represión en Madrid fue bajo el mando de Eugenio Espinosa de los Monteros que como comandante del I Cuerpo de Ejército franquista y primer gobernador militar organizó la represión y estos fusilamientos en Madrid.
Nueve de las jóvenes fusiladas eran en el momento de su muerte menores, ya que la mayoría de edad estaba establecida en 21 años.
Los fusilamientos saltaron más tarde a la prensa internacional cuando se conoció que entre los primeros 63 ejecutados se encontraban trece mujeres jóvenes. Una hija de madame Curie promovió una campaña de protesta en París por las «las trece rosas» que tuvo un gran impacto en Francia, a pesar de lo cual el régimen franquista no detuvo su espiral represiva —se estima que la mayoría de las 364 personas que fueron detenidas por el atentado contra el comandante Gabaldón fueron fusiladas—.


Las Trece Rosas

Carmen Barrero Aguado (20 años, modista). Trabajaba desde los 12 años, tras la muerte de su padre, para ayudar a mantener a su familia, que contaba con 8 hermanos más, 4 menores que ella. Militante del PCE, tras la guerra, fue la responsable femenina del partido en Madrid. Fue detenida el 16 de mayo de 1939.
Martina Barroso García (24 años, modista). Al acabar la guerra empezó a participar en la organización de las JSU de Chamartín. Iba al abandonado frente de la Ciudad Universitaria a buscar armas y municiones (lo que estaba prohibido). Se conservan algunas de las cartas originales que escribió a su novio y a su familia desde la prisión.
Blanca Brisac Vázquez (29 años, pianista). La mayor de las trece. Tenía un hijo. No tenía ninguna militancia política. Era católica y votante de derechas. Fue detenida por relacionarse con un músico perteneciente al Partido Comunista. Escribió una carta a su hijo la madrugada del 5 de agosto de 1939, que le fue entregada por su familia (todos de derechas) dieciséis años después. La carta aún se conserva.
Pilar Bueno Ibáñez (27 años, modista). Al iniciarse la guerra se afilió al PCE y trabajó como voluntaria en las casas-cuna (donde se recogía a huérfanos y a hijos de milicianos que iban al frente). Fue nombrada secretaria de organización del radio Norte. Al acabar la guerra se encargó de la reorganización del PCE en ocho sectores de Madrid. Fue detenida el 16 de mayo de 1939.
Julia Conesa Conesa (20 años, modista). Nacida en Oviedo, el 25 de mayo de 1919. Vivía en Madrid con su madre y sus dos hermanas. Se afilió a las JSU por las instalaciones deportivas que presentaban a finales de 1937, donde se ocupó de la monitorización de éstas. Pronto se empleó como cobradora de tranvías, ya que su familia necesitaba dinero para subsistir, y dejó el contacto con las JSU. Fue detenida en mayo de 1939, siendo denunciada por un compañero de su novio. La detuvieron cosiendo en su casa. Al alba del 5 de agosto de 1939, horas antes de ser fusilada, escribió: «Que mi nombre no se borre en la historia», en una carta de despedida dirigida a su madre, que aún conserva su familia.

Adelina García Casillas (19 años, activista). Militante de las JSU. Hija de un guardia civil. Le mandaron una carta a su casa afirmando que solo querían hacerle un interrogatorio ordinario. Se presentó de manera voluntaria, pero no regresó a su casa. Ingresó en prisión el 18 de mayo de 1939.
Elena Gil Olaya (20 años, activista). Ingresó en las JSU en 1937. Al acabar la guerra comenzó a trabajar en el grupo de Chamartín.
Virtudes González García (18 años, modista). Amiga de María del Carmen Cuesta (15 años, perteneciente a las JSU y superviviente de la prisión de Ventas). En 1936 se afilió a las JSU, donde conoció a Vicente Ollero, que terminó siendo su novio. Fue detenida el 16 de mayo de 1939 denunciada por un compañero suyo bajo tortura.
Ana López Gallego (21 años, modista). Nacida en La Carolina, Jaén. Militante de las JSU. Fue secretaria del radio de Chamartín durante la Guerra. Su novio, que también era comunista, le propuso irse a Francia, pero ella decidió quedarse con sus tres hermanos menores en Madrid. Fue detenida el 16 de mayo, pero no fue llevada a la cárcel de Ventas hasta el 6 de junio. Se cuenta que no murió en la primera descarga y que preguntó: 


«¿Es que a mí no me matan?».

Joaquina López Laffite (23 años, secretaria). En septiembre de 1936 se afilió a las JSU. Se le encomendó la secretaría femenina del Comité Provincial clandestino. Fue denunciada por Severino Rodríguez (número dos en las JSU). La detuvieron el 18 de abril de 1939 en su casa, junto a sus hermanos. La llevaron a un chalet. La acusaron de ser comunista, pero ignoraban el cargo que ostentaba. Joaquina reconoció su militancia durante la guerra, pero no la actual. No fue conducida a Ventas hasta el 3 de junio, a pesar de ser de las primeras detenidas.
Dionisia Manzanero Salas (20 años, modista). Se afilió al Partido Comunista en abril de 1938 después de que un obús matara a su hermana y a unos chicos que jugaban en un descampado. Al acabar la guerra fue el enlace entre los dirigentes comunistas en Madrid. Fue detenida el 16 de mayo de 1939.
Victoria Muñoz García (18 años, activista). Se afilió con 15 años a las JSU. Pertenecía al grupo de Chamartín. Era la hermana de Gregorio Muñoz, responsable militar del grupo del sector de Chamartín de la Rosa. Llegó a Ventas el 6 de junio de 1939.
Luisa Rodríguez de la Fuente (18 años, sastre). Entró en las JSU en 1937 sin ocupar ningún cargo. Le propusieron crear un grupo, pero no había convencido aún a nadie más que a su primo cuando la detuvieron. Reconoció su militancia durante la guerra, pero no la actual. En abril la trasladaron a Ventas, siendo la primera de las Trece Rosas en entrar en la prisión.


El misterioso asesinato del comandante Gabaldón en Talavera, la excusa para fusilar a las Trece Rosas.
El comandante Isaac Gabaldón a la izquierda y un fotograma de
 la película 'Las 13 rosas' a la derecha

El crimen contra el comandante Isaac Gabaldón, su hija menor de edad y su chófer fue cometido por tres jóvenes entre el tramo que unía Oropesa y Talavera de la Reina
Cuatro meses después de que Franco se proclamara vencedor de la Guerra Civil -el 1 de abril de 1939-, desencadenó el fusilamiento de 56 personas, entre los que estaban los asesinos y, también, las Trece Rosas.
El historiador y profesor de la UCLM Benito Díaz no cree que el asesinato fuera organizado por los tres jóvenes, ataviados con uniforme militar, y apunta pudo ser "una casualidad."
"No tienen nada que ver con el asesinato. Estaban ya encerradas y no podían haber sido las autoras materiales ni intelectuales", asevera Díaz respecto a las Trece Rosas, fusiladas hace 80 años.

Habían pasado apenas cuatro meses desde que Franco se proclamara vencedor de la Guerra Civil -el 1 de abril de 1939-, cuando estas trece mujeres, junto a otros 43 hombres -conocidos como los 43 claveles-, fueron ejecutadas acusadas de "adhesión a la rebelión" y condenadas a la pena de muerte. La mayoría de estas mujeres, de entre 18 y 29 años, eran compañeras en la cárcel de Las Ventas donde fueron encerradas por pertenecer a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), una de las organizaciones comunistas contra las que el franquismo luchó durante su régimen.

Los fusilamientos mencionados se llevaron también a cabo la madrugada del 6 de agosto. Entre ellos, tres jóvenes: Damián García Mayoral, Sebastián Santamaría y Francisco Rivares, quienes varios días antes -el 29 de julio- habían asesinado al comandante Isaac Gabaldón Izurzún, a su hija Pilar (unos 17 años) y al conductor del coche oficial  José Luis Díez Madrigal (23 años). A la postre, este crimen desencadenó la condena a muerte de los tres jóvenes y también, según sostienen diversos historiadores, el de las Trece Rosas, acusadas de pertenecer a una supuesta red comunista.

Entre Oropesa y Talavera de la Reina

El historiador y profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) Benito Díaz, señala que el triple asesinato se produjo en el trayecto que une los municipios de Oropesa y Talavera de la Reina, donde los tres jóvenes, de las JSU pero ataviados con uniforme militar, detuvieron al coche en el que viajaba Gabaldón para subirse a él y dispararle después en un cañaveral cercano junto a su hija y el conductor, cuyos cuerpos fueron encontrados tres días más tarde, el 31 de julio. Gabaldón vendría del municipio de Puente del Arzobispo, donde se estaba construyendo una casa.


"Creo que el asesinato, que fue un crimen atroz y sanguinario, pudo ser una causalidad", apunta Díaz sobre las causas que pudieron llevar a estos tres jóvenes a matar a este guardia civil perteneciente al Servicio de Información de la Policía Militar (SIMP) y que llegó a Talavera de la Reina unos días antes de celebrarse las elecciones del 12 de abril de 1931, recuerda el historiador. Se trataba de "un hombre ultracatólico y conservador" que durante la Guerra Civil anotaba en "su famosa libreta" información sobre militantes de izquierda y masones y que actualmente da nombre a una calle de Talavera de la Reina, añade.

Otros historiadores recogen también distintas versiones sobre las causas y consecuencias de este episodio, en las que apuntan a la implicación de los tres jóvenes en redes comunistas o en la masonería para organizar el asesinato de Gabaldón, de quien se llevarían la mencionada libreta, junto a 104 pesetas y dos jamones que había comprado en Oropesa, que se comieron "con cierta tranquilidad tras este crimen horrendo", dice Díaz.

"El régimen quería dar una muestra de mano dura"

Sin embargo, el profesor de la UCLM, que ha publicado varios libros y artículos relacionados con estos hechos históricos, considera que "la masonería no tuvo nada que ver" en este crimen y que estos tres jóvenes "no tenían preparación" para cometer el asesinato. 


"Antiguos militantes comunistas que tuvieron un cargo importante no se creen que tres muchachos inexpertos fueran capaces de asesinar a Gabaldón. Hay una hipótesis que defiende que en realidad fuera un ajuste de cuentas entre miembros del franquismo", resalta.

"Los torturaron y ninguno dijo que iba a por Gabaldón", indica el historiador, que menciona también la posibilidad de que los jóvenes estuvieran buscando dinero y no planeando un crimen por el que el régimen "quiso mostrar después que era inflexible y que podían controlar absolutamente todo, precisamente unos meses después del triunfo del franquismo y del golpe de Estado".

El experto subraya también que Gabaldón, al contrario de lo que afirman otros autores, no estuvo en la 'Quinta Columna' que luchó contra la República. "Nada más venir a Talavera se ganó la enemistad de la inmensa mayoría de la población de izquierdas", en una ciudad que en esa época tenía un alcalde republicano, apunta el profesor de la UCLM. "Es más insignificante de lo que se cree. Tuvo malas relaciones con la policía militar", destaca Díaz sobre el comandante.



Por un manojo de llaves: el prólogo olvidado de la Guerra Civil.
Se han estudiado a menudo las batallas que se libraron entre partidarios y detractores de la República pero hay un aspecto ignorado que tuvo una gran importancia.


17/01/2019

Todos los que eran alguien en la política catalana de la época estaban presentes cuando se derribó el muro del Cementerio de Montjuic de Barcelona, que separaba la parte católica de la civil. Los concejales llegaron en coche oficial. Había representantes de varios partidos políticos, masones y otras organizaciones. El alcalde, Jaume Aiguader i Miró, de ERC, cogió la maza y asestó el primer golpe ante los aplausos de los presentes, una imagen inmortalizada en 'ABC'. La respuesta no se hizo esperar. El obispo declaró que la decisión era ilegal y amenazó a la camarilla con que la furia divina caería sobre ellos.

No fue ni mucho menos el único municipio donde, a lo largo de 1931, cayeron los muros de los cementerios, que hasta entonces habían separado dos Españas: la católica, enterrada dentro de sus muros, y la civil, generalmente condenada a mantenerse fuera. Una decisión que se remontaba a 1871, cuando después de un breve periodo en el que se permitieron introducir zonas de entierro para no católicos dentro de los cementerios católicos, el gobierno decidió crear cementerios civiles. En la práctica, eran meros anexos de los camposantos tradicionales. El párroco decidía dónde se enterraba a cada cual, una fuente constante de conflicto.

Se han estudiado con frecuencia los encontronazos culturales que se produjeron en las escuelas o iglesias españolas durante el largo preludio de la Guerra Civil que fue la República, pero apenas de cómo los enfrentamientos entre dos formas de entender la sociedad tomaron forma en los cementerios y funerales españoles. Lo lamenta Matthew Kerry, de la Universidad de Leeds, que acaba de publicar una investigación sobre dicho episodio de nuestra historia en 'European History Quarterly'. Con una tesis: 


“Lejos de ser intolerantes, las autoridades republicanas locales jugaron un rol clave a la hora de lidiar con las presiones recibidas, al mismo tiempo que intentaban respetar el sentimiento católico”.

La secularización del país pasaba en muchos casos por devolver los ritos al espacio privado y la recuperación del espacio público, recuerda el autor, y era uno de los aspectos en los que se podía legislar que afectaban directamente a las vidas diarias de los ciudadanos. Un enfrentamiento simbólico que “hizo poco para mitigar los problemas económicos”, pero que “eliminó una barrera física que representaba la injusticia histórica percibida y la victimización de la Iglesia, representada por la habilidad del sacerdote para separar para siempre a amigos y familia en la muerte”. A menudo, este enfrentamiento se centraba en el combate por unas llaves. Las que guardaba el párroco, y que le conferían el poder de abrir (física y figuradamente) las puertas del cementerio.

Este enfrentamiento pasaría por diversas fases. El 9 julio de 1931, un decreto provisional promovió la libre elección de lugar de entierro y sustrajo el control de las llaves de los párrocos, lo que provocó una ola prematura de euforia que llevó al derribo de los muros que dividían los cementerios. En 1932, una nueva ley dictaminó que todos los entierros serían civiles por defecto, permitiendo la expropiación de los cementerios, que pasarían a manos de los ayuntamientos. El último decreto de 1935 apremiaba a terminar los procesos de expropiación o devolver los cementerios a sus dueños originales. Una estrategia de los conservadores para que estos terrenos volviesen a las manos de los religiosos.

Todos los que eran alguien en la política catalana de la época estaban presentes cuando se derribó el muro del Cementerio de Montjuic de Barcelona, que separaba la parte católica de la civil. Los concejales llegaron en coche oficial. Había representantes de varios partidos políticos, masones y otras organizaciones. El alcalde, Jaume Aiguader i Miró, de ERC, cogió la maza y asestó el primer golpe ante los aplausos de los presentes, una imagen inmortalizada en 'ABC'. La respuesta no se hizo esperar. El obispo declaró que la decisión era ilegal y amenazó a la camarilla con que la furia divina caería sobre ellos.

No fue ni mucho menos el único municipio donde, a lo largo de 1931, cayeron los muros de los cementerios, que hasta entonces habían separado dos Españas: la católica, enterrada dentro de sus muros, y la civil, generalmente condenada a mantenerse fuera. Una decisión que se remontaba a 1871, cuando después de un breve periodo en el que se permitieron introducir zonas de entierro para no católicos dentro de los cementerios católicos, el gobierno decidió crear cementerios civiles. En la práctica, eran meros anexos de los camposantos tradicionales. El párroco decidía dónde se enterraba a cada cual, una fuente constante de conflicto.

Lejos de ser intolerantes, las autoridades lidiaron con las presiones recibidas, al mismo tiempo que intentaban respetar el sentimiento católico
Se han estudiado con frecuencia los encontronazos culturales que se produjeron en las escuelas o iglesias españolas durante el largo preludio de la Guerra Civil que fue la República, pero apenas de cómo los enfrentamientos entre dos formas de entender la sociedad tomaron forma en los cementerios y funerales españoles. Lo lamenta Matthew Kerry, de la Universidad de Leeds, que acaba de publicar una investigación sobre dicho episodio de nuestra historia en 'European History Quarterly'. Con una tesis: “Lejos de ser intolerantes, las autoridades republicanas locales jugaron un rol clave a la hora de lidiar con las presiones recibidas, al mismo tiempo que intentaban respetar el sentimiento católico”.

La secularización del país pasaba en muchos casos por devolver los ritos al espacio privado y la recuperación del espacio público, recuerda el autor, y era uno de los aspectos en los que se podía legislar que afectaban directamente a las vidas diarias de los ciudadanos. Un enfrentamiento simbólico que “hizo poco para mitigar los problemas económicos”, pero que “eliminó una barrera física que representaba la injusticia histórica percibida y la victimización de la Iglesia, representada por la habilidad del sacerdote para separar para siempre a amigos y familia en la muerte”. A menudo, este enfrentamiento se centraba en el combate por unas llaves. Las que guardaba el párroco, y que le conferían el poder de abrir (física y figuradamente) las puertas del cementerio.

Este enfrentamiento pasaría por diversas fases. El 9 julio de 1931, un decreto provisional promovió la libre elección de lugar de entierro y sustrajo el control de las llaves de los párrocos, lo que provocó una ola prematura de euforia que llevó al derribo de los muros que dividían los cementerios. En 1932, una nueva ley dictaminó que todos los entierros serían civiles por defecto, permitiendo la expropiación de los cementerios, que pasarían a manos de los ayuntamientos. El último decreto de 1935 apremiaba a terminar los procesos de expropiación o devolver los cementerios a sus dueños originales. Una estrategia de los conservadores para que estos terrenos volviesen a las manos de los religiosos.

Entierros improcedentes


No hay categoría que defina mejor la naturaleza revanchista de los enfrentamientos en los camposantos que lo que el inglés denomina “entierros improcedentes” ('wrongful burials') y que consistía, básicamente, en enterrar a los muertos donde no les correspondía. Por ejemplo, en San Pedro de los Arcos, a las afueras de Oviedo, se enterró al socialista Santiago Álvarez dentro del cementerio en una ceremonia a la que acudieron miembros de varias organizaciones asturianas de izquierdas. Cerca, en Olloniego, tres individuos asaltaron el cementerio para enterrar a María Fernández. En otros casos, la situación fue la opuesta, y se acusó a los sacerdotes de robar cadáveres y enterrarlos según el rito católico en contra de los deseos de la familia.

¿Quiénes estaban en medio de dicho embrollo?
 Los alcaldes, que eran los responsables del orden público y tenían la capacidad de prohibir determinados actos. El historiador da la razón al cardenal Vidal i Barrraquer, que envió en marzo de 1932 una carta a Manuel Azaña en la que le advertía de que, debido a que la legislación implantada por la coalición de republicanos y socialistas debía ser aplicada por cada municipio, era inevitable que surgiesen “serios conflictos que inevitablemente tendrán efectos en las capitales de provincia y las diócesis”.

Un caso canónico: Langreo


Según el investigador, nada mejor que Asturias, una de las regiones donde la militancia activa de la izquierda se hizo más patente, para observar cómo estas disputas por los cementerios pusieron de manifiesto la división de la sociedad. Y nada mejor que el concejo minero de Langreo y aledaños para trazar un resumen del tira y afloja por el control de un manojo de llaves, casi tan simbólicas como las de San Pedro.

Todo comenzó en octubre de 1931, cuando, a pesar de las dudas legales, se decidió derribar el muro divisorio del cementerio. El acto provocó un efecto llamada y, pronto, otros municipios de la cuenca minera lo imitaron. Aunque la derecha aún no se había reorganizado y, por lo tanto, no opuso gran resistencia, algunas voces se alzaron ante lo prematuro de la medida. Pero eran los meses de optimismo tras la victoria electoral, y la caída del muro, un importante símbolo que mostraba que la secularización de un país anclado en el pasado era posible. El concejal Cabezas dijo, no obstante, que arrebatar el cementerio llevaría más tiempo que, simplemente, construir uno nuevo.


En Sama de Langreo vivía Prada Morán, un joven sacerdote muy querido por la prensa local afín a la derecha católica. Su florida oratoria le serviría para enfrentarse a las autoridades que habían decidido imponer la secularización del concejo por las bravas. Langreo fue, también, uno de los primeros municipios de Asturias que impusieron restricciones en los funerales. Fue en junio de 1932 cuando, basándose en la Constitución, el alcalde pidió que los ritos católicos se ciñesen al cementerio y que los sacerdotes dejasen de acompañar los féretros por las calles. El objetivo no era prohibir la celebración de ritos religiosos, sino mantenerlos fuera de las calles, garantizando que estas fuesen un espacio público.

El día inmediatamente después de la aprobación, y mediante la providencia divina que le proporcionó un mártir que ni pintado, Prada Morán se enfrentó a la orden liderando una procesión funeraria, al parecer, en contra de las peticiones de la familia del finado. La policía municipal lo arrestó, se produjo una pelea y el clérigo fue encarcelado, junto a los dos hombres que le acompañaban. En unas horas habían sido puestos en libertad, y el alcalde fue felicitado en la prensa simpatizante por su “gesto viril”. Aunque cada cual, el religioso y el alcalde, contó la historia a su manera, lo que parecía claro es que Prada Morán deseaba poner a prueba la autoridad municipal.


Las autoridades fijaron el 22 de agosto de 1933 como la fecha en que, siguiendo las leyes recién aprobadas, el párroco debía entregar las llaves del cementerio de Ciaño. Aunque así lo hizo, era el principio de una larga guerra. El 9 de septiembre, el párroco envió una carta al ayuntamiento defendiendo que el cementerio era propiedad de la Iglesia y solicitando su retorno, un proceso que se alargaría un año. Kerry pone énfasis en que, como ocurrió en otros lugares, las autoridades locales decidieron respetar la legalidad vigente y consultar a abogados. Algo en principio sorprendente en un contexto, el de otoño de 1934, en que la represión de la revolución de Asturias había provocado entre 1.500 y 2.000 muertos.

Finalmente, durante la etapa radical-cedista, el cementerio de Ciaño fue devuelto al párroco, porque se le consideraba el propietario legítimo. La ley de 1933 que había permitido la expropiación no aludía a cuestiones de propiedad, lo que provocó que volviese a las manos de la Iglesia. En febrero de 1935, se levantó la prohibición sobre las procesiones funerarias. 
Como recuerda el autor, “había una inmediatez en los funerales que afectaba más profundamente a la expresión de las identidades colectivas que a quién pertenecían las llaves”. 
Apenas año y medio después, estallaría una guerra cuyas raíces se remontaban a mucho antes de la proclamación de la República, y que se había estado fraguando día tras día en pequeñas batallas simbólicas que terminarían derivando en el derramamiento de la sangre de miles de españoles.

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